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4 de marzo de 2012

Nietzsche y la diferencia y el más allá del sujeto


 Nietzsche y la diferencia
Publicado en Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Barcelona, Península, 1998, 3ª ed.

 Nietzsche y la diferencia  sólo  significa volver a pensar, bajo un ángulo particular, la cuestión más general que se podría   formular como   de la actualidad   de Nietzsche.   La justificación de la perspectiva específica del problema es, como puede verse, una justificación de tipo circular que, aunque es hermenéuticamente correcta en su reconocerse como tal, que deja subsistir una tensión entre el actual «pensamiento de la diferencia» y Nietzsche;  
 Lo  que propongo llamar pensamiento de la diferencia se define ante todo, como es fácil imaginar, en referencia a Heidegger. Y, por otra parte, es precisamente Heidegger -no sólo con los estudios recogidos en los dos volúmenes del Nietzsche (1961), sino ya con los ensayos en los cuales los resultados de estos estudios fueron parcialmente anticipados.   
La diferencia de la que habla Heidegger aquí es la que se da siempre entre lo que aparece en un cierto horizonte y el horizonte mismo como apertura abierta que hace posible la aparición del ente en él. Esta diferencia, como se ha dicho, está muy lejos del aparecer como un punto de llegada, como un resultado de la búsqueda en el cual el pensamiento pueda tranquilizarse. Sólo podría ser así si el pensamiento, como ha sucedido en muchas formas de historicismo y de neokantismo, se conformase con hacer de la diferencia ontológica la base metodológica de una filosofía de la cultura que, guiada por aquella noción, se caracterice por su capacidad de introducir los contenidos y los productos espirituales de las diversas humanidades históricas en el horizonte de sus distintos epistemai. En Heidegger la noción de diferencia no se desarrolla en esta dirección; más bien, la misma diferencia es puesta en primer plano y problematizada como tal.  El problema de la diferencia ontológica no es aquí pensado con referencia a lo que ella distingue y a los porqué y a las modalidades de la distinción; sino que, más bien, se puede traducir en la pregunta: «¿Qué sucede con la diferencia» Se puede aplicar aquí, en un sentido distinto, la famosa distinción entre genitivo subjetivo y genitivo objetivo que hace Heidegger a propósito del pensamiento del ser en la Carta sobre el humanismo.
El  problema de la diferencia es el problema que concierne a la diferencia misma, no el problema de cuáles son sus términos y por qué. En mi opinión, se debe insistir mucho sobre este modo en que Heidegger expone el problema de la diferencia: también la referencia al genitivo subjetivo y objetivo es más que una referencia a una específica distinción presente en una página heideggeriana;  
Sin embargo, aquello a lo que hemos convenido en llamar «pensamiento de la diferencia», y que -fundado en la meditación heideggeriana- tiene hoy su máxima difusión en una cierta área de la cultura francesa, tiende a encubrir y olvidar los diversos modos posibles de problematizar la diferencia;  . En Heidegger, el problema del recuerdo de la diferencia no se convierte jamás en una simple referencia al hecho de que hay diferencia entre ser y ente; es siempre un recuerdo del problema de la diferencia, en el doble sentido, subjetivo y, objetivo, del genitivo.
Para Heidegger, como se sabe, Nietzsche no puede ser considerado un pensador de la diferencia, puesto que precisamente en su pensamiento se perfecciona, en su máxima extensión, la metafísica, es decir, el pensamiento que ha olvidado al ser y su diferencia por el ente. El proceso de la, metafísica es aquel en el cual, al fin, «no queda nada del ser mismo» (N, II, 338) es esto lo que sucede de manera definitiva en la noción nietzscheana de voluntad de poder o, como la traduce Heidegger, de voluntad de voluntad. Si se toma al pie de la letra esta perspectiva -que implica también la afirmación de una sustancial homogeneidad de Nietzsche con el platonismo, contra el cual él creía haberse rebelado.  
Pero, como se ha dicho, las lecturas de Nietzsche inspiradas, en general, en Heidegger y la problemática de la diferencia se han encaminado, casi siempre, sobre todo en Francia, contra la letra de la interpretación heideggeriana de Nietz­sche.  
De tal modo, se delinea el sentido que esta interpretación de Nietzsche atribuye al recuerdo de la diferencia: la diferencia es recordada en cuanto que, en el texto de Nietzsche y, más en general, en el pensamiento de la diferencia, es «puesta en acto». No es un puro y simple contenido del discurso; el discurso la recuerda en cuanto la practica, es un momento de su acontecer. Sin embargo, lo que hace del discurso poético-filosófico de Nietzsche un acontecimiento de la diferencia se remite en última instancia a un peculiar carácter repetitivo de este mismo discurso. El recuerdo, en esto, se toma al pie de la letra. Es cierto que en la poesía el significante se libera del terrorífico dominio del significado, y lo produce explícitamente como efecto del propio juego; pero este evento es, estructuralmente, siempre igual: el juego es siempre nuevo, pero las reglas se establecen de una vez y para siempre, son las reglas de aquella «estructura originaria en sentido insó­lito» de que hablaba Derrida, que es la diferencia. En el jue­go del significante sucede siempre de nuevo la diferenciación originaria. El acontecimiento poético no es totalmente nuevo, sino que lo parece en relación a los discursos «serios», que tienen su seriedad en el partir de la diferencia ya abierta, en el tomarla en serio, mientras el poeta la reinstituye siempre de nuevo. Pero esta reinstitución es una res-titución, que, por una parte, restaura diferencias distintas sólo en los «conteni­dos» de las existentes; y, por otra, restablece la diferencia en su estado de evento originario, olvidado como tal por el pen­samiento objetivante.
Si, como quedaría más específicamente demostrado, el pensamiento de la diferencia inspirado en la elaboración derridiana de Heidegger se remite, en un último análisis, a estos modelos del primer existencialismo, es difícil ver qué puede tener Nietzsche de común con él. A pesar de todas las frecuentemente iluminadoras sugerencias sobre el significado antimetafísico del peculiar lenguaje del texto nietzscheano, el único posible punto de contacto señalaría una concepción del ser ya no entendido como plenitud, presencia, fundamento, sino, por el contrario, como fractura, ausencia de fundamento, en definitiva, pesadumbre y dolor. Es decir, los contenidos de Nietzsche claramente atribuibles a sus orígenes schopenhauerianos, pero, como en Schopenhauer, perfectamente homogéneos con la tradición metafísica, en el sentido visto por Heidegger. No es casual que los intérpretes de Nietzsche que se inspiran en Derrida privilegien en sus obras los escritos del Nietzsche joven, en los cuales precisamente la presencia de Schopenhauer está aún viva y dominante. Mucho menos clara y convincente, en cambio, es, tanto en Pautrat como en Rey y Kofman, la lectura de las obras de madurez y de las doctrinas del último período: superhombre, voluntad de poder, eterno retorno. En efecto, en estas doctrinas se anuncia de modo destacado el Nietzsche del ueber, el Nietzsche de la superación que difícilmente se deja encuadrar en una filosofía de la finitud. También el eterno retorno, el gran mensaje que está en la base del Zarathustra y de todas las obras del último período de Nietzsche, se opone, en mi opinión, a una lectura repetitiva como la que se perfila en estas interpretaciones francesas. Al aludir a un modo de ser del ser ya no apenado por la separación entre esencia y existencia, acontecimiento y significado, y a un modo de existir del hombre ya no marcado por el conflicto edípico,[xiii] esta doctrina parece todo lo contrario de la repetición o puesta en escena de la diferencia como recuerdo de una fractura que nunca puede ser superada porque es la super-estructura que funda y abre la historia misma. A lo sumo, precisamente la incompatibilidad del eterno retorno con la noción de historia, tal como la ha desarrollado y transmitido el pensamiento occidental, debería hacer reflexionar que Nietzsche apunta a la destrucción de esta estructura de la historia, aquella que es abierta y está fundada por la diferencia; y, por lo tanto, que el eterno retorno, lejos de ser repetición y puesta en escena de la diferencia, es el fin de la historia como dominio de la diferencia.

Nietzsche y el más allá del sujeto 
en Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Paidós, Barcelona, 1992.

En textos como éste se mide la distancia de Nietzsche de cualquier idealismo empírico o trascendental; pero también y sobre todo de cualquier perspectiva dialéctica la fuerza que descubrimos bajo la noción tradicional de sujeto no es nada, en efecto, que pueda compararse con el sujeto trascendental en su distinción de sujeto empírico, por lo que pueda darse una dialéctica, la historia misma, como proceso de progresiva identificación de los dos término. Para Nietzsche, el mismo término fuerza en una traducción; o mejor: la fuerza se nos da sólo en sus Wirkungen, que son traducciones. Respecto de ellas, el indicar una fuerza, un Vermögen que permanece distinguiéndose de las propias mutables posiciones es a su vez un acto de traducción, una metáfora. Todo sucede según el ejemplo que Nietzsche da en una página de El ocaso de los ídolos: un lejano disparo de cañón nos golpea el oído durante el sueño; en el sueño, nosotros lo ligamos a una historia que nos aparece a posteriori como su causa y explicación.[viii] Ahora bien, la voluntad, la conciencia, el yo, como causas o sujetos de cuanto nos acaece hacer o padecer, “son simplemente filiaciones posteriores, determinadas después, de que, por parte de la voluntad, la causalidad se estableció como dato, como experiencia[ix]. El sujeto no es un primum al que se pueda dialécticamente volver; es él mismo un efecto de superficie y, como dice el mismo parágrafo de El ocaso de los ídolos, se ha convertido en “una fábula una ficción, un juego de palabras”. Ha podido no serlo, o no ser considerado tal, por un largo período de la historia humana porque en un cierto punto de esta historia “la causalidad se estableció como dato”. Como los otros grandes errores de la metafísica y la moral, también la creencia en el yo se remonta mediante la creencia en la causalidad, a la voluntad de encontrar un responsable del devenir.[x] Pero “entretanto, hemos reflexionado mejor. De todo esto no creemos ya ni una palabra”.[xi] El entretanto al que aquí alude Nietzsche es todo el arco de la historia del pensamiento en el cual se ha consumado la constitución y la destitución de la metafísica; la historia de la muerte de Dios, como devenir superfluo de las explicaciones últimas, de los principios, y también del sujeto responsable. El universo de la metafísica, dominado por la categoría del Grund, del fundamento, está modelado por la creencia supersticiosa en el sujeto: es esta perspectiva la que nos hace aparecer todo en la perspectiva del hacer y del sufrir.[xii] Dicha perspectiva se forma como consecuencia de la voluntad de encontrar un responsable; una voluntad que está condicionada por el sentimiento de miedo,[xiii] el cual tiene su justificación en una realidad en que la naturaleza, aún no dominada por la técnica, se presenta como una permanente amenaza; y este miedo da lugar a la instauración de una compleja visión, metafísica de la realidad (con la asignación de las causas) sólo a través de las complejas mediaciones del dominio social es lo que se ve, por ejemplo, en El ocaso de los ídolos en los parágrafos finales de la sección sobre los cuatro grandes errores, donde la creencia en la causalidad está ligada a la creencia en la responsabilidad, y ésta remite a los “sacerdotes puestos en la cima de las antiguas comunidades” que quisieron encontrar a toda costa unos responsables para poder imponer penas, es decir, para ejercitar uno de los más fundamentales aspectos del poder.
El carácter «producido» del sujeto devuelve así a una serie de actos de metaforización e interpretación que están determinados por las relaciones sociales de dominio. Estas relaciones, sin embargo, no falsifican ni trastornan nada: ponen, en cambio, el mundo de las cosas, de la causalidad, de la relación sujeto-objeto, el cual tiene una historia que, así como se nos da hoy, es la que concluye provisionalmente con la muerte de Dios; es decir, con nuestro darnos cuenta que, del sujeto, de la responsabilidad, de las causas, “no creemos ya ni una palabra”. Pero de este modo no somos remitidos a estructuras menos superficiales, más verdaderas y originarias; la misma noción de fuerza es sólo unaBezeichnung,[xiv] una caracterización mediante un signo; o sea, un juego de palabras, un efecto de lenguaje como es el sujeto mismo.
En esta destitución de la noción de sujeto como noción ligada a la moral y a la metafísica platónico-cristiana residen las razones para excluir que el Uebermenschnietzscheano pueda llamarse un sujeto; y, por lo tanto, con mayor razón, un sujeto conciliado. (En efecto, no es difícil demostrar, en detalle, que la noción de conciliación está estrechamente conectada con la de sujeto; en cuanto parte de un conflicto comporta también una conservación sustancial, de un sustrato -subjectum, justamente.) Pero esto no es porque la noción de Uebermensch -como aquellas, ligadas a ella de diferentes modos, que distinguen los Leitworte de la última filosofía de Nietzsche: eterno retorno, voluntad de poder, nihilismo- sea una noción no metafórica, no traducida, una palabra provista de un sentido “propio”, en suma, una esencia sustraída a la ley general de la interpretación, metaforización, traducción.
La formación del Uebermensch como hombre de la hybris ante todo, no puede configurarse como proceso hermenéutico en el sentido del desenmascaramiento de una verdadera esencia del hombre y del ser. Pero contiene también este proceso como su aspecto y momento inseparable. Lo que es objeto de desenmascaramiento, en el trabajo que Nietzsche desarrolla en escritos como Humano, demasiado humano, Aurora o La gaya ciencia, no es un cierto fondo verdadero de las cosas, sino la actividad interpretativa misma. El resultado del desenmascaramiento, pues, no puede ser una apropiación de lo verdadero, sino una explicitación de la producción de mentiras. Zarathustra tiene como su carácter más constante el de ser, a la vez, un resolvedor y un creador de enigmas. La hybris no es sólo lo que la interpretación descubre detrás de los dogmas y de los valores de la moral metafísica, es también la actividad misma de este descubrimiento. Los valores transmitidos no son destituidos como aparentes, son sólo sobrepasados con actos de superposición, ulterior falsificación, injusticia. Pero de este modo la conciliación que se ha negado al Uebermenschen cuanto imposible conciliación del ser y del aparecer, parece representarse como absolutización de la apariencia. ¿La hybris del Uebermensch no será, en efecto, la pura explosión de una libre actividad metaforizante, el esparcirse sobre cada cosa de la creatividad de símbolos, de enigmas, de metáforas, que vendría así a configurarse, a pesar de todo, como la recuperación de una humanidad “auténtica”, libre de las limitaciones que la metafísica y la moral le han impuesto? Una lectura de Nietzsche según esta línea está, de hecho, atestiguada ampliamente en la cultura contemporánea, sobre todo francesa; si bien, en la identificación de un filón “deseante” de esta cultura ligada diversamente a Nietzsche, se cumplen a menudo indebidas simplificaciones, a causas de las cuales, por ejemplo, las tesis interpretativas de un Deleuze resultan demasiado duramente esquemáticas. Más allá de esas esquematizaciones, sin embargo, sigue siendo cierto que la propuesta teórica de Deleuze (enDiferencia y repetición, por ejemplo), comporta una “glorificación del simulacro” que se encuadra perfectamente en la línea de una absolutización de la apariencia que tiene en su base la atribución al devenir de los caracteres “fuertes”, afirmativos “imponentes”, del ser, y no, en cambio, la asunción del devenir como único ser, que resultaría de tal modo despojado precisamente de sus connotaciones metafísicas y de alguna manera “depotenciadas”.
Se oculta aquí un extremo equívoco “metafísico” en la lectura de Nietzsche; metafísico en dos sentidos: porque comporta aún la identificación de la “fuerza”, a la que se le da un nombre: el de creatividad y de libertad simbólica opuesta a limitación social, imposición de código, etc.; y en segundo lugar, porque esta identificación de la fuerza, se impone, aunque sea atribuidos al simulacro, los caracteres luminosos, afirmativos, que siempre han sido propios del metafísico.
El relativo fracaso del intento de Nietzsche, la imperfección de lo inacabado y el final abandono del proyectado Hauptwerk, que debía ser el Wille zur Macht, el mismo carácter problemático de las nociones clave de su última filosofía y la dificultad de componerlas en un todo coherente, todo esto se identifica simplemente con las dificultades frente a las que hoy se encuentra cualquier proyecto de ontología hermenéutica. El estudio del significado delUebermensch nietzscheano pone en claro, no obstante, algunos puntos, sobre los que consideramos que se puede ulteriormente construir.
1) Ante todo, una ontología hermenéutica radical implica el abandono de la noción metafísica del sujeto entendido como unidad, también cuando ésta está pensada como resultado de un proceso dialéctico de identificación. La condición normal del Uebermensches la escisión; el significado filosófico de esta doctrina nietzscheana está totalmente en el situarse en el extremo opuesto de cualquier filosofía de la reflexión como reconciliación del sujeto consigo mismo, como Bildung en el sentido que este término tiene en la cultura moderna. La filosofía de la reflexión recoge por cierto el carácter escindido del yo, pero lo exorciza, al menos en el filón dominante del idealismo del siglo XIX, a través de la dialéctica de la autoidentificación.
El descubrimiento del carácter constitutivamente escindido del sujeto liga el pensamiento de Nietzsche con diferentes aspectos de la cultura del siglo XX, que también, en esta ligazón, encuentran un punto de unidad. Por un lado, el sujeto escindido, el ultrahombre nietzscheano es ciertamente el yo del que hace experiencia el arte y la cultura de vanguardia, no sólo en sus manifestaciones más emblemáticas, como el expresionismo, sino también en figuras más “clásicas”, como Musil, quien retoma, de Nietzsche, precisamente los aspectos que aluden a la disgregación, en afirmaciones como “Das Leben wohnt nicht mehr im Ganzen”.[xxv] Pero junto a esta visión más “dramática” de la escisión constitutiva delUebermensch, no se puede olvidar otro sentido del concepto, que es aquel injustamente dejado más en sombras por la crítica nietzscheana, y que contiene, en mi opinión, las mayores potencialidades de desarrollo. Es el aspecto de la cuestión que Nietzsche expone sobre todo en las obras del período “medio” de su producción, en Humano, demasiado humano, en Aurora, en La gaya ciencia: el ultrahombre escindido es también, y ante todo, el hombre de “buen carácter” del que habla una página de Humano, demasiado humano, que ha abandonado las certezas de la metafísica sin nostalgias reactivas, capaz de apreciar la multiplicidad de las apariencias como tal. Este ultrahombre es el hombre de un mundo de la comunica­ción intensificada, o mejor aún de la metacomunicación: pienso, por ejemplo, en los desarrollos que la hermenéu­tica ha tenido en el último Habermas, con su teoría de la competencia comunicativa; o, en otro aspecto, en la ela­boración de una teoría del juego y de la fantasía como hechos metacomunicativos en la obra de Gregory Bateson. La condición ultrahumana del sujeto escindido no se configura sólo como la tensión experimental del hombre de la vanguardia artística del siglo XX, sino también y sobre todo, creo, como la condición “normal” del hombre posmoderno, en un mundo en que la intensificación de la comunicación (liberada tanto a nivel “técnico” como a nivel “político”) abre la vía a una efectiva experiencia de la individualidad como multiplicidad, al soñar “sabiendo que se sueña” del que hablaba La gaya ciencia.
2) La ontología hermenéutica de Nietzsche no es, sin embargo una doctrina antropológica, sino cabalmente una doctrina del ser. Que tiene entre sus principios el de “atribuir al devenir el carácter del ser”. Como bien ven los críticos que subrayan el carácter en definitiva nihilista del pensamiento nietzscheano, el poder que la volunta quiere es posible sólo si esta voluntad tiene enfrente un ser identificado con la anda; nosotros diríamos, más bien, que la voluntad (es decir, la hybris interpretativa) necesita, para ejercitarse, de un ser “débil”. Sólo así es posible aquel juego de comunicación y metacomunicación en que las “cosas” se constituyen y, a la vez, también siempre se destituyen. Como para el ultrahombre, también para la voluntad de poder es preciso un trabajo interpretativo que elimine todo equivoco metafísico. El ser, también después del fin de la metafísica, sigue modelado sobre el sujeto, pero al sujeto escindido que es el ultrahombre no puede ya corresponderle un ser pensado con los caracteres de grandiosidad, fuerza, definitividad, eternidad, actualidad desplegada, que la tradición siempre le ha reconocido. La doctrina de la voluntad de poder parece así, en definitiva, poner más bien las premisas para una ontología que reniega precisamente de todos los elementos de “poder” dominantes en el pensamiento metafísico, en la dirección de una concepción “débil” del ser; la cual, en su conexión con el Uebermensch entendido como hecho hermenéutico-comunicativo, se presenta como la ontología adecuada para dar razón, de modo insospechado, de muchos aspectos problemáticos de la experiencia del hombre en el mundo de la tardomodernidad.


















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