Nietzsche y la diferencia
Publicado en Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Barcelona, Península, 1998, 3ª ed.
Publicado en Las aventuras de la diferencia. Pensar después de Nietzsche y Heidegger, Barcelona, Península, 1998, 3ª ed.
Nietzsche y la diferencia sólo significa
volver a pensar, bajo un ángulo particular, la cuestión más general que se
podría formular como de la
actualidad de Nietzsche. La
justificación de la perspectiva específica del problema es, como puede verse,
una justificación de tipo circular que, aunque es hermenéuticamente correcta en
su reconocerse como tal, que deja subsistir una tensión entre el actual
«pensamiento de la diferencia» y Nietzsche;
Lo que
propongo llamar pensamiento de la diferencia se define ante todo, como es fácil
imaginar, en referencia a Heidegger. Y, por otra parte, es precisamente
Heidegger -no sólo con los estudios recogidos en los dos volúmenes del Nietzsche (1961), sino ya con los
ensayos en los cuales los resultados de estos estudios fueron parcialmente anticipados.
La diferencia de la que habla
Heidegger aquí es la que se da siempre entre lo que aparece en un cierto
horizonte y el horizonte mismo como apertura abierta que hace posible la
aparición del ente en él. Esta diferencia, como se ha dicho, está muy lejos del
aparecer como un punto de llegada, como un resultado de la búsqueda en el cual
el pensamiento pueda tranquilizarse. Sólo podría ser así si el pensamiento,
como ha sucedido en muchas formas de historicismo y de neokantismo, se
conformase con hacer de la diferencia ontológica la base metodológica de una
filosofía de la cultura que, guiada por aquella noción, se caracterice por su
capacidad de introducir los contenidos y los productos espirituales de las
diversas humanidades históricas en el horizonte de sus distintos epistemai. En Heidegger la noción
de diferencia no se desarrolla en esta dirección; más bien, la misma diferencia
es puesta en primer plano y problematizada como tal. El problema
de la diferencia ontológica no es aquí pensado con referencia a lo que ella
distingue y a los porqué y a las modalidades de la distinción; sino que, más
bien, se puede traducir en la pregunta: «¿Qué sucede con la diferencia» Se
puede aplicar aquí, en un sentido distinto, la famosa distinción entre genitivo
subjetivo y genitivo objetivo que hace Heidegger a propósito del pensamiento
del ser en la Carta sobre el
humanismo.
El problema de la diferencia es el problema que
concierne a la diferencia misma, no el problema de cuáles son sus términos y
por qué. En mi opinión, se debe insistir mucho sobre este modo en que Heidegger
expone el problema de la diferencia: también la referencia al genitivo
subjetivo y objetivo es más que una referencia a una específica distinción
presente en una página heideggeriana;
Sin embargo, aquello a lo que
hemos convenido en llamar «pensamiento de la diferencia», y que -fundado en la
meditación heideggeriana- tiene hoy su máxima difusión en una cierta área de la
cultura francesa, tiende a encubrir y olvidar los diversos modos posibles de
problematizar la diferencia; . En
Heidegger, el problema del recuerdo de la diferencia no se convierte jamás en
una simple referencia al hecho de
que hay diferencia entre ser y ente; es siempre un recuerdo del problema de la diferencia, en el
doble sentido, subjetivo y, objetivo, del genitivo.
Para Heidegger, como se sabe,
Nietzsche no puede ser considerado un pensador de la diferencia, puesto que
precisamente en su pensamiento se perfecciona, en su máxima extensión, la
metafísica, es decir, el pensamiento que ha olvidado al ser y su diferencia por
el ente. El proceso de la, metafísica es aquel en el cual, al fin, «no queda
nada del ser mismo» (N, II, 338) es esto lo que sucede de manera definitiva en
la noción nietzscheana de voluntad de poder o, como la traduce Heidegger, de
voluntad de voluntad. Si se toma al pie de la letra esta perspectiva -que
implica también la afirmación de una sustancial homogeneidad de Nietzsche con
el platonismo, contra el cual él creía haberse rebelado.
Pero, como se ha dicho, las
lecturas de Nietzsche inspiradas, en general, en Heidegger y la problemática de
la diferencia se han encaminado, casi siempre, sobre todo en Francia, contra
la letra de la interpretación heideggeriana de Nietzsche.
De tal modo, se delinea el sentido que esta interpretación de Nietzsche
atribuye al recuerdo de la diferencia: la diferencia es recordada en cuanto
que, en el texto de Nietzsche y, más en general, en el pensamiento de la
diferencia, es «puesta en acto». No es un puro y simple contenido del discurso;
el discurso la recuerda en cuanto la practica, es un momento de su acontecer.
Sin embargo, lo que hace del discurso poético-filosófico de Nietzsche un
acontecimiento de la diferencia se remite en última instancia a un peculiar
carácter repetitivo de este mismo discurso. El recuerdo, en esto, se toma al
pie de la letra. Es cierto que en la poesía el significante se libera del
terrorífico dominio del significado, y lo produce explícitamente como efecto
del propio juego; pero este evento es, estructuralmente, siempre igual: el
juego es siempre nuevo, pero las reglas se establecen de una vez y para
siempre, son las reglas de aquella «estructura originaria en sentido insólito»
de que hablaba Derrida, que es la diferencia. En el juego del significante
sucede siempre de nuevo la diferenciación originaria. El acontecimiento poético
no es totalmente nuevo, sino que lo parece en relación a los discursos
«serios», que tienen su seriedad en el partir de la diferencia ya abierta, en
el tomarla en serio, mientras el poeta la reinstituye siempre de nuevo. Pero
esta reinstitución es una res-titución, que, por una parte, restaura
diferencias distintas sólo en los «contenidos» de las existentes; y, por otra,
restablece la diferencia en su estado de evento originario, olvidado como tal
por el pensamiento objetivante.
Si, como quedaría más
específicamente demostrado, el pensamiento de la diferencia inspirado en la
elaboración derridiana de Heidegger se remite, en un último análisis, a estos
modelos del primer existencialismo, es difícil ver qué puede tener Nietzsche de
común con él. A pesar de todas las frecuentemente iluminadoras sugerencias
sobre el significado antimetafísico del peculiar lenguaje del texto
nietzscheano, el único posible punto de contacto señalaría una concepción del
ser ya no entendido como plenitud, presencia, fundamento, sino, por el
contrario, como fractura, ausencia de fundamento, en definitiva, pesadumbre y
dolor. Es decir, los contenidos de Nietzsche claramente atribuibles a sus orígenes
schopenhauerianos, pero, como en Schopenhauer, perfectamente homogéneos con la
tradición metafísica, en el sentido visto por Heidegger. No es casual que los
intérpretes de Nietzsche que se inspiran en Derrida privilegien en sus obras
los escritos del Nietzsche joven, en los cuales precisamente la presencia de
Schopenhauer está aún viva y dominante. Mucho menos clara y convincente, en
cambio, es, tanto en Pautrat como en Rey y Kofman, la lectura de las obras de
madurez y de las doctrinas del último período: superhombre, voluntad de poder,
eterno retorno. En efecto, en estas doctrinas se anuncia de modo destacado el
Nietzsche del ueber, el
Nietzsche de la superación que difícilmente se deja encuadrar en una filosofía
de la finitud. También el eterno retorno, el gran mensaje que está en la base
del Zarathustra y de
todas las obras del último período de Nietzsche, se opone, en mi opinión, a una
lectura repetitiva como la que se perfila en estas interpretaciones francesas.
Al aludir a un modo de ser del ser ya no apenado por la separación entre
esencia y existencia, acontecimiento y significado, y a un modo de existir del
hombre ya no marcado por el conflicto edípico,[xiii] esta doctrina
parece todo lo contrario de la repetición o puesta en escena de la diferencia
como recuerdo de una fractura que nunca puede ser superada porque es la
super-estructura que funda y abre la historia misma. A lo sumo, precisamente la
incompatibilidad del eterno retorno con la noción de historia, tal como la ha
desarrollado y transmitido el pensamiento occidental, debería hacer reflexionar
que Nietzsche apunta a la destrucción de esta estructura de la historia,
aquella que es abierta y está fundada por la diferencia; y, por lo tanto, que
el eterno retorno, lejos de ser repetición y puesta en escena de la diferencia,
es el fin de la historia como dominio de la diferencia.
Nietzsche y el más allá del sujeto
en Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Paidós, Barcelona, 1992.
en Más allá del sujeto. Nietzsche, Heidegger y la hermenéutica, Paidós, Barcelona, 1992.
En textos como éste se mide la
distancia de Nietzsche de cualquier idealismo empírico o trascendental; pero
también y sobre todo de cualquier perspectiva dialéctica la fuerza que
descubrimos bajo la noción tradicional de sujeto no es nada, en efecto, que
pueda compararse con el sujeto trascendental en su distinción de sujeto
empírico, por lo que pueda darse una dialéctica, la historia misma, como
proceso de progresiva identificación de los dos término. Para Nietzsche, el
mismo término fuerza en una traducción; o mejor: la fuerza se nos da sólo en sus Wirkungen, que son traducciones.
Respecto de ellas, el indicar una fuerza, un Vermögen que permanece distinguiéndose de las propias
mutables posiciones es a su vez un acto de traducción, una metáfora. Todo
sucede según el ejemplo que Nietzsche da en una página de El ocaso de los ídolos: un lejano
disparo de cañón nos golpea el oído durante el sueño; en el sueño, nosotros lo
ligamos a una historia que nos aparece a posteriori como su causa y
explicación.[viii] Ahora bien, la voluntad, la
conciencia, el yo, como causas o sujetos de cuanto nos acaece hacer o padecer,
“son simplemente filiaciones posteriores, determinadas después, de que, por
parte de la voluntad, la causalidad se estableció como dato, como experiencia”[ix]. El sujeto no es un primum al que se pueda
dialécticamente volver; es él mismo un efecto de superficie y, como dice el
mismo parágrafo de El ocaso de los ídolos, se ha convertido en “una fábula
una ficción, un juego de palabras”. Ha podido no serlo, o no ser
considerado tal, por un largo período de la historia humana porque en un cierto
punto de esta historia “la causalidad se estableció como dato”. Como los
otros grandes errores de la metafísica y la moral, también la creencia en el yo
se remonta mediante la creencia en la causalidad, a la voluntad de encontrar un
responsable del devenir.[x] Pero “entretanto, hemos
reflexionado mejor. De todo esto no creemos ya ni una palabra”.[xi] El entretanto al que aquí alude
Nietzsche es todo el arco de la historia del pensamiento en el cual se ha
consumado la constitución y la destitución de la metafísica; la historia de la
muerte de Dios, como devenir superfluo de las explicaciones últimas, de los
principios, y también del sujeto responsable. El universo de la metafísica,
dominado por la categoría del Grund,
del fundamento, está modelado por la creencia supersticiosa en el sujeto: es
esta perspectiva la que nos hace aparecer todo en la perspectiva del hacer y
del sufrir.[xii] Dicha
perspectiva se forma como consecuencia de la voluntad de encontrar un
responsable; una voluntad que está condicionada por el sentimiento de miedo,[xiii] el cual tiene su justificación en
una realidad en que la naturaleza, aún no dominada por la técnica, se presenta
como una permanente amenaza; y este miedo da lugar a la instauración de una
compleja visión, metafísica de la realidad (con la asignación de las causas)
sólo a través de las complejas mediaciones del dominio social es lo que se ve,
por ejemplo, en El ocaso de los
ídolos en los parágrafos finales de la sección sobre los cuatro
grandes errores, donde la creencia en la causalidad está ligada a la creencia
en la responsabilidad, y ésta remite a los “sacerdotes puestos
en la cima de las antiguas comunidades” que quisieron encontrar a toda costa
unos responsables para poder imponer penas, es decir, para ejercitar uno de los
más fundamentales aspectos del poder.
El carácter «producido» del sujeto
devuelve así a una serie de actos de metaforización e interpretación que están
determinados por las relaciones sociales de dominio. Estas relaciones, sin
embargo, no falsifican ni trastornan nada: ponen, en cambio, el mundo de las cosas, de la
causalidad, de la relación sujeto-objeto, el cual tiene una historia que, así
como se nos da hoy, es la que concluye provisionalmente con la muerte de Dios;
es decir, con nuestro darnos cuenta que, del sujeto, de la responsabilidad, de
las causas, “no creemos ya ni una palabra”. Pero de este modo no somos
remitidos a estructuras menos superficiales, más verdaderas y originarias; la
misma noción de fuerza es sólo unaBezeichnung,[xiv] una caracterización mediante un
signo; o sea, un juego de palabras, un efecto de lenguaje como es el sujeto
mismo.
En esta destitución de la noción de
sujeto como noción ligada a la moral y a la metafísica platónico-cristiana
residen las razones para excluir que el Uebermenschnietzscheano pueda llamarse un sujeto; y, por lo
tanto, con mayor razón, un sujeto conciliado. (En efecto, no es difícil
demostrar, en detalle, que la noción de conciliación está estrechamente
conectada con la de sujeto; en cuanto parte de un conflicto comporta también
una conservación sustancial, de un sustrato -subjectum, justamente.) Pero esto no es porque la noción
de Uebermensch -como
aquellas, ligadas a ella de diferentes modos, que distinguen los Leitworte de la última
filosofía de Nietzsche: eterno retorno, voluntad de poder, nihilismo- sea una
noción no metafórica,
no traducida, una palabra provista de un sentido “propio”, en suma, una esencia
sustraída a la ley general de la interpretación, metaforización, traducción.
La formación del Uebermensch como hombre de
la hybris ante
todo, no puede configurarse como proceso hermenéutico en el sentido del
desenmascaramiento de una verdadera esencia del hombre y del ser. Pero contiene
también este proceso como su aspecto y momento inseparable. Lo que es objeto de
desenmascaramiento, en el trabajo que Nietzsche desarrolla en escritos
como Humano, demasiado humano,
Aurora o La
gaya ciencia, no es un cierto fondo verdadero de las cosas,
sino la actividad interpretativa misma. El resultado del desenmascaramiento,
pues, no puede ser una apropiación de lo verdadero, sino una explicitación de
la producción de mentiras. Zarathustra tiene como su carácter más constante el de
ser, a la vez, un resolvedor y
un creador de
enigmas. La hybris no
es sólo lo que la interpretación descubre detrás de los dogmas y de los valores
de la moral metafísica, es también la actividad misma de este
descubrimiento. Los valores transmitidos no son destituidos como
aparentes, son sólo sobrepasados con actos de superposición, ulterior
falsificación, injusticia. Pero de este modo la conciliación que se ha negado
al Uebermenschen
cuanto imposible conciliación del ser y del aparecer, parece representarse como
absolutización de la apariencia. ¿La hybris del Uebermensch no será, en efecto, la pura explosión de una
libre actividad metaforizante, el esparcirse sobre cada cosa de la creatividad
de símbolos, de enigmas, de metáforas, que vendría así a configurarse, a pesar
de todo, como la recuperación de una humanidad “auténtica”, libre de las
limitaciones que la metafísica y la moral le han impuesto? Una lectura de
Nietzsche según esta línea está, de hecho, atestiguada ampliamente en la
cultura contemporánea, sobre todo francesa; si bien, en la identificación de un
filón “deseante” de esta cultura ligada diversamente a Nietzsche, se cumplen a
menudo indebidas simplificaciones, a causas de las cuales, por ejemplo, las
tesis interpretativas de un Deleuze resultan demasiado duramente esquemáticas.
Más allá de esas esquematizaciones, sin embargo, sigue siendo cierto que la
propuesta teórica de Deleuze (enDiferencia
y repetición, por ejemplo), comporta una “glorificación del
simulacro” que se encuadra perfectamente en la línea de una absolutización de
la apariencia que tiene en su base la atribución al devenir de los caracteres
“fuertes”, afirmativos “imponentes”, del ser, y no, en cambio, la asunción del
devenir como único ser, que resultaría de tal modo despojado precisamente de
sus connotaciones metafísicas y de alguna manera “depotenciadas”.
Se oculta aquí un extremo equívoco
“metafísico” en la lectura de Nietzsche; metafísico en dos sentidos: porque
comporta aún la identificación de la “fuerza”, a la que se le da un nombre: el
de creatividad y de libertad simbólica opuesta a limitación social, imposición
de código, etc.; y en segundo lugar, porque esta identificación de la fuerza,
se impone, aunque sea atribuidos al simulacro, los caracteres luminosos, afirmativos,
que siempre han sido propios del metafísico.
El relativo fracaso del intento de
Nietzsche, la imperfección de lo inacabado y el final abandono del
proyectado Hauptwerk, que
debía ser el Wille zur Macht, el
mismo carácter problemático de las nociones clave de su última filosofía y la
dificultad de componerlas en un todo coherente, todo esto se identifica
simplemente con las dificultades frente a las que hoy se encuentra cualquier
proyecto de ontología hermenéutica. El estudio del significado delUebermensch nietzscheano pone
en claro, no obstante, algunos puntos, sobre los que consideramos que se puede
ulteriormente construir.
1) Ante todo, una ontología
hermenéutica radical implica el abandono de la noción metafísica del sujeto
entendido como unidad, también
cuando ésta está pensada como resultado de un proceso dialéctico de
identificación. La condición normal del Uebermensches la escisión; el significado filosófico de esta
doctrina nietzscheana está totalmente en el situarse en el extremo opuesto de
cualquier filosofía de la reflexión como reconciliación del sujeto consigo
mismo, como Bildung en
el sentido que este término tiene en la cultura moderna. La filosofía de la
reflexión recoge por cierto el carácter escindido del yo, pero lo exorciza, al
menos en el filón dominante del idealismo del siglo XIX, a través de la
dialéctica de la autoidentificación.
El descubrimiento del carácter
constitutivamente escindido del sujeto liga el pensamiento de Nietzsche con
diferentes aspectos de la cultura del siglo XX, que también, en esta ligazón,
encuentran un punto de unidad. Por un lado, el sujeto escindido, el ultrahombre
nietzscheano es ciertamente el yo del que hace experiencia el arte y la cultura
de vanguardia, no sólo en sus manifestaciones más emblemáticas, como el
expresionismo, sino también en figuras más “clásicas”, como Musil, quien
retoma, de Nietzsche, precisamente los aspectos que aluden a la disgregación,
en afirmaciones como “Das Leben wohnt nicht mehr im Ganzen”.[xxv] Pero junto a esta visión más
“dramática” de la escisión constitutiva delUebermensch, no se puede olvidar otro sentido del
concepto, que es aquel injustamente dejado más en sombras por la crítica
nietzscheana, y que contiene, en mi opinión, las mayores potencialidades de
desarrollo. Es el aspecto de la cuestión que Nietzsche expone sobre todo en las
obras del período “medio” de su producción, en Humano, demasiado humano, en Aurora, en La gaya ciencia: el
ultrahombre escindido es también, y ante todo, el hombre de “buen carácter” del
que habla una página de Humano,
demasiado humano, que ha abandonado las certezas de la
metafísica sin nostalgias reactivas, capaz de apreciar la multiplicidad de las
apariencias como tal. Este ultrahombre
es el hombre de un mundo de la comunicación intensificada, o mejor aún de
la metacomunicación: pienso,
por ejemplo, en los desarrollos que la hermenéutica ha tenido en el último
Habermas, con su teoría de la competencia comunicativa; o, en otro aspecto, en
la elaboración de una teoría del juego y de la fantasía como hechos
metacomunicativos en la obra de Gregory Bateson. La condición ultrahumana del
sujeto escindido no se configura sólo como la tensión experimental del hombre
de la vanguardia artística del siglo XX, sino también y sobre todo, creo, como
la condición “normal” del hombre posmoderno, en un mundo en que la
intensificación de la comunicación (liberada tanto a nivel “técnico” como a nivel
“político”) abre la vía a una efectiva experiencia de la individualidad como
multiplicidad, al soñar “sabiendo que se sueña” del que hablaba La gaya ciencia.
2) La ontología hermenéutica de
Nietzsche no es, sin embargo una doctrina antropológica, sino cabalmente una
doctrina del ser. Que tiene entre sus principios el de “atribuir al devenir el
carácter del ser”. Como bien ven los críticos que subrayan el carácter en
definitiva nihilista del pensamiento nietzscheano, el poder que la volunta
quiere es posible sólo si esta voluntad tiene enfrente un ser identificado con
la anda; nosotros diríamos, más bien, que la voluntad (es decir, la hybris
interpretativa) necesita, para ejercitarse, de un ser “débil”. Sólo así es
posible aquel juego de comunicación y metacomunicación en que las “cosas” se
constituyen y, a la vez, también siempre se destituyen. Como para el
ultrahombre, también para la voluntad de poder es preciso un trabajo
interpretativo que elimine todo equivoco metafísico. El ser, también
después del fin de la metafísica, sigue modelado sobre el sujeto, pero al
sujeto escindido que es el ultrahombre no puede ya corresponderle un ser
pensado con los caracteres de grandiosidad, fuerza, definitividad, eternidad,
actualidad desplegada, que la tradición siempre le ha reconocido. La doctrina
de la voluntad de poder parece así, en definitiva, poner más bien las premisas
para una ontología que reniega precisamente de todos los elementos de “poder”
dominantes en el pensamiento metafísico, en la dirección de una concepción
“débil” del ser; la cual, en su conexión con el Uebermensch entendido como
hecho hermenéutico-comunicativo, se presenta como la ontología adecuada para
dar razón, de modo insospechado, de muchos aspectos problemáticos de la
experiencia del hombre en el mundo de la tardomodernidad.
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